Mientras la especie humana no sea capaz de desarrollar evolutivamente la capacidad de alimentarse por ósmosis aérea (para entendernos, vivir del aire), la necesidad de seguir trabajando va a continuar siendo inevitable. Y va a continuar siendo también una parte importante de nuestra vida. (Y eso que el trabajo es, obviamente, algo antinatural. Como dijo Raymond Roger: “El trabajo cansa. Eso prueba que el hombre no está hecho para trabajar”). Hasta que no llegue ese complejo desarrollo evolutivo de la ósmosis aérea, algo que a los ritmos de la evolución supondrá unos 5 millones de años o así, no nos va a quedar más remedio que seguir esforzándonos por ser buenos trabajadores. (Bueno, quitémonos las caretas. O esforzándonos por parecerlo, que es en realidad lo que importa: que a los ojos del jefe, lo seas o no, uno parezca un buen trabajador). La cuestión es: ¿qué es exactamente un buen trabajador?
No es fácil contestar. Es una pregunta que admite muchas posibles respuestas. Y si en la respuesta intervienen un grupo de psicólogos, la definición del buen trabajador tendrá tantas variantes como psicólogos haya en el grupo (bueno, o tal vez más).
Pero en general, y aparte de la obvia
necesidad de que el empleado haga más o menos eficazmente su trabajo, podría decirse que, desde hace muchos años, a los ojos de un empresario clásico un buen trabajador es aquel que prima sustancialmente el tiempo de su vida que dedica al trabajo para la empresa.
Es decir, el que trabaja y se esfuerza muchas horas. El que dedica la mayoría de su tiempo a su trabajo. El que dedica su vida casi más al trabajo que a su propia vida.
El tiempo es la variable fundamental. De un trabajador que dedica muchas horas a trabajar se dice de él que es un trabajador “comprometido con la empresa”. Y el ejemplo de los trabajadores japoneses se pone como máxima referencia arquetípica, fruto de una cultura y filosofía de vida que hace del individuo alguien dedicado íntegramente a la Empresa (así van luego los japoneses, que a la que te despistas se emborrachan y acaban cantando en karaokes grandes éxitos de Michael Jackson).
Simplificando, podría decirse que la historia laboral de la sociedad occidental es una lucha entre el empresario (suena música ominosa) y el trabajador (suenan arpas y liras celestiales) por cuánto tiempo de su vida dedica el segundo a trabajar para el primero.
Repasémoslo someramente, viendo la evolución histórica de la jornada laboral en cuatro sencillos pasos.
1) Antes de la Revolución Industrial, la jornada laboral constaba de 6 días, con 1 de descanso.
2) Con la llegada de la Revolución Industrial, la jornada laboral llegó a ser de 7 días, sin ninguno de asueto y, dicho sea de paso, con los niños trabajando a partir de la edad de 8 años (algo que a veces les recuerdo a mis hijos cuando los veo un poco quejicas, enalteciendo ante ellos las virtudes pedagógicas del trabajo infantil en las minas de carbón).
3) Posteriormente, tras volver a la semana de 6 días, el paso siguiente fue una reducción de la jornada laboral por vía de la creación del fin de semana inglés, que unía la tarde del sábado con el domingo. Con lo cual había 5 días y medio de trabajo y uno y medio de descanso
4) Con la extensión de la sociedad de consumo se generalizó la semana de 5 días laborables y 2 de fiesta. Este tipo de sociedad necesita que la gente tenga tiempo libre para poder realizar gasto en compras y en ocio, ya que es el consumo lo que mantiene ese modelo de sociedad (solo hay que ver que una parte de los problemas de la crisis actual se deben a que el consumo no crece). ¿Y quién consume si no tiene tiempo libre?
Como vemos, ha habido unos movimientos pendulares en cuanto a la jornada laboral, alargándose o acortándose según las épocas y los modelos de sociedad. Pero podría decirse que en todas ellas se ha mantenido el principio filosófico invariable de que un buen trabajador es quien trabaja muchas horas para la empresa.
Se nos ha vendido siempre así.
Que dedicarle muchas horas al trabajo es lo mejor para la empresa y por ello uno será un buen trabajador. Que llegar pronto, irse tarde y estar mucho tiempo en el puesto de trabajo es la mejor manera de conservar ese puesto de trabajo.
Y en eso llega la ciencia y nos demuestra (proletarios del mundo, uníos para sacar el champán) que eso no es exactamente así. Sino más bien al contrario.
Unos investigadores de Harvard, Mednick y Walker, han demostrado que una simple siesta de media hora es capaz de mejorar la ejecución de una tarea mental, previamente deteriorada por la fatiga de haberla practicado durante toda la mañana. Y que si la siesta dura una hora en vez de media, la recuperación es todavía mayor.
Es decir, que uno resuelve mejor las cosas y es más productivo trabajando menos horas (porque una la dedica a una siesta) que trabajando más. Uno es más productivo después de comer echándose una cabezadita que estando despierto sentado en su silla de la oficina. (Ello se debe en esencia a que el cerebro, durante el sueño, intenta resolver los problemas que nos han preocupado durante el tiempo en que hemos estado despiertos. Trabajando, por así decirlo, en modo piloto automático).
Pero no acaban ahí los maravillosos descubrimientos del experimento (proletarios del mundo, uníos ahora para sacar el caviar).
Mednick y Walker también descubrieron que esa mejora en la ejecución de la tarea es responsabilidad de una fase concreta del sueño. Y aquí viene lo importante, que durante el sueño nocturno esa fase concreta resulta suprimida cuando uno madruga.
Es decir, que madrugar elimina esa fase. Y con ella elimina también la mejora en la ejecución de la tarea mental. Sí, sí, sí, (que suenen las fanfarrias triunfales) que madrugar para llegar pronto al trabajo no es bueno porque nos suprime esa fase esencial de mejora de las tareas diarias. Lo cual nos hace ser menos productivos para la empresa. Y no ser, lógicamente, tan buen trabajador como durmiendo mucho más sin madrugar.
Vamos, que llevan siglos vendiéndonos que el buen trabajador es el que se pasa muchas horas en el trabajo, incluso siguiendo con él cuando ya no está en la oficina. Y resulta que el buen trabajador es en realidad aquel que no madruga nunca y se pega cada tarde unas buenas siestas, cuanto más largas mejor.
Imagino que tal vez alguno de los lectores de este post decida ser consecuente y, por el bien de su empresa, aplique lo leído aquí.
Es decir, empiece por sistema a llegar tarde a la oficina cada mañana, en vez de madrugar. Y a echarse cada día una siesta de una hora en su silla de la oficina o en un sofá de la sala de reuniones después de comer. Y cuando llegue el día en que el jefe (con el rostro al borde del colapso en una mezcla entre estupor e indignación y echando espuma por la boca) intente despedirlo, decirle muy pausadamente:
—No, no, jefe. Si yo esto lo hago por el bien de la empresa, para ser más eficaz en el trabajo. Lo han demostrado Mednick y Walker, de la Universidad de Harvard.
El lector podrá decirle eso y tendrá toda la razón y estará siendo (contra toda la creencia de los últimos siglos) un buen trabajador.
Otra cosa es que el jefe no haga allí mismo una escabechina usando el cutter que tenga más cerca de él.
Fuente: Niuntitereconcabeza
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