23 nov 2011

El día en que millones de personas se despertaron teniendo alto el colesterol.

La realidad es más o menos así. La industria farmacéutica desarrolla productos con el fin de mejorar la vida de las personas. Hay fundaciones y asociaciones que periódica y desinteresadamente sensibilizan o conciencian de riesgos para nuestra salud. El médico realiza un diagnóstico y prescribe el producto más adecuado para el paciente. Y los regalos que aparecen el 6 de Enero junto a los zapatos los ponen los Reyes Magos y el que aparece bajo la almohada cuando se pierde un diente lo coloca ahí un ratón pequeñito cuyo apellido es Pérez.



Las cosas no son tan nítidas como parecen.
A la industria farmacéutica se la llama así porque es precisamente eso, una industria. Un grupo de empresas que invierte miles de millones en investigar y desarrollar productos capaces de mejorar la vida humana. Y lo consiguen de manera eficaz. Solo hay que ver que la esperanza media de vida hace dos siglos era de 35 años y hoy se encuentra en Europa en 78,4. (Como efecto colateral inesperado, eso ha hecho también que tengan carreras más largas los dictadores y alguna que otra folclórica).
Ahora bien, como cualquier otra empresa, las farmacéuticas se rigen
por el principio de los beneficios económicos. Por eso invierten solo en el desarrollo de productos que tienen un número alto de potenciales pacientes (es decir, compradores) y descartan investigar y desarrollar productos para curar y/o paliar enfermedades raras y minoritarias (es decir, con pocos potenciales compradores).
Y en esa búsqueda de encontrar beneficio mediante el mayor número potencial de pacientes, el caso del colesterol es especialmente curioso.
¿Cuáles son los niveles recomendables de colesterol? Y sobre todo, ¿a partir de qué nivel hay que tomar medicación? Es una pregunta de respuesta cambiante.
Hace un tiempo, los niveles de colesterol por decilitro de sangre que recomendaba la Asociación Española de Arteriosclerosis eran los siguientes:
Por debajo de 200 miligramos: lo deseable.
Entre 200 y 300 miligramos: riesgo medio (implicaba cambiar estilo de vida, esencialmente alimentación y ejercicio).
Más de 300 miligramos: riesgo alto (además de cambiar estilo de vida, suponía tomar medicación si no se veía mejora).
Pues bien, hace unos años, tanto en Estados Unidos por recomendación de la Sociedad Norteamericana de Cardiología como también en la OMS se establecieron unos niveles de colesterol recomendables más estrictos. Y ahora los niveles están así:
Por debajo de 200 miligramos: deseable (este nivel es el mismo).
Entre 200 y 239 miligramos: riesgo medio (61 miligramos menos que los 300).
Más de 240: riesgo alto (aquí está lo esencial: 60 miligramos menos en el umbral a partir del cual es conveniente medicarse).
Es decir, que de la noche a la mañana millones de personas que se consideraba que estaban perfectamente sanas pasaron a ser grupo de riesgo con colesterol alto. De golpe, la industria médica pasó a tener millones de nuevos clientes.
Vamos, que te pones morado cenando una mariscada con vino a raudales y gintonics a continuación y te acuestas con el colesterol a 241 y estás sano. Y te levantas por la mañana y han cambiado los niveles y resulta que has pasado a ser un enfermo. Y lo más importante, que necesitas tomar (y pagar) medicación.
El cambio en los niveles resultó enormemente beneficioso para las empresas farmacéuticas. De repente, pasaron a tener millones y millones de clientes nuevos. Y millones y millones más de beneficios.
Pero claro, ese rigor de la OMS, ese rigor de la Sociedad Norteamericana de Cardiología indicando el nivel a partir del cual hace falta medicación, ¿quién se va a poner a discutirlo? ¿Quién va a dudar de que lo que dicen es lo correcto?
Y eso nos lleva a la cuestión fundamental: la credibilidad de la fuente.
En síntesis, nuestra credibilidad hacia un mensaje es mayor cuanto más desinteresado parezca el emisor de ese mensaje. Es decir, cuanto menos parezca que obtiene él algún beneficio de lo que nos está diciendo. Eso no quiere decir necesariamente que lo que nos esté diciendo sea falso, solo que saber que él puede conseguir algo de lo que nos está diciendo hace que nos surjan dudas acerca de la veracidad de lo que nos dice (y de lo que realmente busca conseguir diciéndonoslo).
Veamos algunos ejemplos.
1) Estás en tu banco y te dice el director: “Veo que no tiene seguro de vida”. (Si te lo dijera tu mujer pensarías que lo dice pensando en la familia, pero es un empleado de banco. Así que tú traduces: “Me quiere colocar un seguro”).
2) Paseas por el mercado y te dice la pescatera: “¿Ha visto qué pescado más fresco?”. (Tú traduces: “Quiere que le compre pescado. Pues hoy me apetece más entrecot”).
3) Aparece David Hasselhoff en la tele hablando de su nueva película. Dice “Es un papel rico en matices, la cumbre de mi carrera”. (Tú traduces: “Lo dice para que vaya a ver la película. Será una castaña como las que se pilla él con el whisky”).
4) Vas al médico y te dice: “Tiene usted una rinorrea. Tómese estas gotas”. (Tú traduces: “Tengo una rinorrea. Tengo que tomarme estas gotas”).
La credibilidad de los médicos es absoluta. En general nunca nos planteamos que pueda haber ningún interés de ningún tipo en lo que nos dicen y, sobre todo, nos prescriben.
Pero la realidad es que tras ellos hay empresas farmacéuticas que les hablan de las bondades de sus productos. Y especialmente que existen relaciones de los médicos con la industria que los pacientes desconocemos. (En Estados Unidos se está implantando desde el año pasado la Sunshine Act, que obliga a que sea pública la relación económica entre cada médico y la industria. Es decir, que se sepa de cada doctor cuánto ha cobrado de cada empresa farmacéutica y en concepto de qué: consultoría, viajes, comidas, discursos… Las cifras, en algunos casos, son asombrosas).
Pero como esas relaciones las desconocemos, no dudamos de lo que nos prescriben. La fuente, a nuestros ojos, mantiene su credibilidad. (Además, como no tenemos ni idea de medicina y el médico sigue siendo una figura próxima al chamán, pues a ver quién se pone a discutir).
Como tampoco dudamos de esas campañas que periódicamente surgen en televisión o en medios impresos sensibilizando sobre una dolencia o concienciando de una patología o buscando la prevención acerca de algo. Campañas firmadas por diversas Asociaciones, Fundaciones o Sociedades que en buena parte son financiadas por las empresas farmacéuticas.
Como si las hicieran directamente ellas sería demasiado evidente que lo hacen para promover la venta de sus productos, el uso de esas asociaciones pantalla hace que el mensaje parezca desinteresado. Y la fuente, a nuestros ojos, mantiene su credibilidad.
Y así el mensaje llega con más persuasión.
Escribió una vez Aldous Huxley: “La medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano”.  Ese avance se produce, igualmente, sobre la base de nuestro desconocimiento como pacientes/clientes/consumidores. Vendiéndonos un principio de neutralidad que no es del todo tal.
Por ejemplo, la Sociedad Norteamericana de Cardiología, la que recomienda los 240 miligramos como el límite a partir del cual tomar medicación. Poca gente debe de saber que en 2010 recibió donaciones de empresas por valor de 104 millones de euros. Y que buena parte de esos 104 millones provenía de empresas farmacéuticas.
La verdad es que se trata de una cifra que da para unas buenas mariscadas, ¿verdad? De esas que suben el colesterol por encima de 240.

Fuente: Niuntítereconcabeza

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